jueves, 24 de septiembre de 2009

Hombres GPS

En Gijón hay un hombre que usa un extraño reloj sin esfera. No es una nueva moda. Es un maltratador controlado por satélite.

Hasta ahora era una quimera que estos deportistas de la vejación a terceros pudieran ser identificados a simple vista, por ejemplo, con una cruz en la frente. Es verdad que el reloj fingido -un dispositivo con tecnología GPS- no tiene como finalidad que los ojos de la gente localicen al pecador sino que las antenas del satélite lean las ondas que emite, con vistas a evitar exclusivamente que se acerque a su última víctima. Pero también es cierto que por primera vez hay algo en la fisonomía de un hombre que puede alertar sobre su extraña forma de «amar». Un hombre con dos relojes, uno de ellos sin esfera.

Es el primer caso en Asturias -el Juzgado de instrucción 4 de Gijón ha impuesto esta medida de protección-, pero el sentido común nos dice que no será el único. Así que pienso que no está de más que afinemos en nuestra manera de observar a las personas, ya que la justicia y la tecnología han tenido la amabilidad de facilitarnos indirectamente una forma de identificar a simple vista a estos seres que tienen la extraña pulsión de humillar y eventualmente zurrar a la mujer que aman porque no se deja amar como sólo ellos saben amar.

También hay mujeres que lo hacen -ésas y otras humillaciones, en éstos y otros formatos- y espero que todo el peso de la tecnología GPS recaiga igualmente sobre ellas. Nunca he sabido ni he querido hacer distingos entre verdugos.

Me muevo por la ciudad y fantaseo con la posibilidad de encontrarme a ese hombre. En el autobús, paseando por el Muro, tomando un café en Fomento, en los alrededores de El Molinón o, el domingo, en el rastro. No sé qué tipo de hombre busco porque no existe un prototipo físico de maltratador. Es más, casi todas las caras me resultan amables aunque hago el ejercicio mental de creerme por un momento que son las propietarias del reloj sin esfera y de pronto me doy cuenta de que es perfectamente factible que lo sean. Todos los rostros admiten esa posibilidad. Escruto miradas, doy un rápido vistazo al antebrazo, trato de leer los pliegues de las mangas largas a la altura de la muñeca. En algún momento tengo la impresión de reconocerlo. Siento una punzada en el estómago; el miedo, esa emoción tan vieja como el hombre, se activa y deseo alejarme.

Me congratulo de haber tenido esa reacción sin fisuras porque descubro que, en el fondo, lo que más me aterra es pensar que hay mujeres que, inexplicablemente, aún viendo el reloj sin esfera, no sólo no desviarán su rumbo sino que estarán dispuestas a escucharle, aceptarán como bueno un amor envenenado, intentarán cambiarle y, cuando se den cuenta, habrán caído dulcemente en la trampa.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Madres insumisas

Me cae bien la madre de Leire Pajín porque no obedece a su hija. Así de plano. Ahora entro en lo sutil. ¿No es una buena madre? La verdad es que la mía, que es la mejor imaginable, nunca me pondría en evidencia públicamente así. Le puede el amor a sus hijas, así que tragaría el sapo. ¿Y yo? ¿Le haría yo eso a mis hijos? Ay, puede que sí.

Es que una es madre con toda el alma pero, cuando sus propios cachorros le meten mano en las convicciones, hemos tocado hueso. Después de afanarse en inculcar valores, ese «paquete básico mínimo común denominador» para andar por la vida, no debe sentar nada bien que venga de vuelta retocado por la disciplina de pensamiento, da igual que sea de partido, religión, club de fans o grupo de montaña.

Porque cuando uno no vive como piensa, acaba pensando como vive. Eso lo tenemos muy claro las madres con convicciones así que instintivamente estamos vigilantes y dispuestas a soltar collejas; en privado o, si se tercia, también ante la mirada estupefacta de media España. A una madre no la para nada, gracias a Dios.

Y esto no va de creerse o no en posesión de la verdad sino de ser honesto hasta las últimas consecuencias con lo que uno piensa y siente, y también de ejercitar la libertad cuando se asume que sólo practicándola se es realmente libre. Va de eso.

Intento hacer memoria y no encuentro en Gijón un ejemplo de conducta similar del que echar mano. Sin embargo, con más madres en estado de insumisión, la vida en ésta o cualquier otra ciudad sería más rica, edificante y divertida. Sueño con un efecto contagio, ya no digo lo deliciosa que sería una pandemia.

Madres de políticos, gestores y próceres gijoneses pidiendo públicas explicaciones a sus hijos por, pongo por caso, el sobrecoste de la ampliación de El Musel cuando ellas han tenido que hacer equilibrios con la economía doméstica sin ningún margen de maniobra; explicaciones por la ausencia de plaza en escuelas públicas infantiles para la mitad de los niños de 0 a 3 años de Gijón, niños que acabarán cuidando «ellas»; o madres dispuestas a hacer de guías sin complejos de La Laboral porque saben que sólo asumiendo el pasado se puede encarar con sabiduría el futuro.

Definitivamente, me priva la madre de Leire Pajín, esa mujer en jarras frente a su propio cachorro. Esa madre que le indica a su hija por dónde se cruza el río, vadeándolo ella primero, y que la llama a voces desde la otra orilla. Si educamos a nuestros hijos creyendo firmemente que pueden cambiar el mundo, entonces tendremos que estar atentas a menearles un poquito las ideas cuando se les anestesien. En el fondo, no es más que una colleja de las de toda la vida.

jueves, 10 de septiembre de 2009

Naval fantasma

Las grúas de Naval Gijón han sido mis vecinas durante gran parte de mi vida. Imponentes, arrogantes; en días de viento me he preguntado cuánto haría falta para tumbarlas porque, en ese caso, una de ellas caería directamente sobre mi salón.

He tenido una visión privilegiada sobre el fragor diario del astillero y el laborar de sus trabajadores cuyos movimientos parecían desde la distancia de una precisión matemática. He visto surgir de la nada cada barco y siempre me ha impresionado la manera en que, cuando era botado, se entregaba al mar como un gigante temeroso.

También es cierto que, dependiendo de cada etapa, los ruidos del astillero nos dificultaban el sueño o, por ejemplo, si tocaba pintar el casco, sabíamos que restos de pintura alcanzarían nuestras ventanas. En tiempos de conflicto mi calle estaba tomada –había que entrar y salir por el garaje- y cada tramo era objeto de maniobras de conquista y reconquista por parte trabajadores y policía.

Nuestro edifico ha sufrido en sus carnes el fuego cruzado y nos acostumbramos a los tiempos y sonidos de la protesta, así como a recalcular el trayecto para ir al trabajo o llevar y traer los niños del colegio. Mis hijos han crecido asistiendo a las refriegas y alguna vez me han preguntado quiénes eran “los malos”.

Barricadas de neumáticos, trincheras de palés, gritos, consignas, durísimas cargas policiales, detenciones… Cuando terminaba cada encontronazo, tras un tiempo de silencio en el que cada cual parecía estar lamiéndose las heridas, aparecían los curiosos que se acercaban a recoger “recuerdos”. Yo misma conservo en mi casa botes de humo, pelotas de goma, cartuchos, canicas…

En realidad, he vivido la historia de Naval Gijón desde mi doble condición de vecina del Natahoyo pero también de periodista que durante años hubo de cubrir para la radio éste y otros conflictos. El periodista también tiene su puesto privilegiado, su “balcón” para ser testigo de lo que ocurre y, cuando se trata de este tipo de conflictos, tenga la opinión que se tenga, es imposible no impresionarse por la dureza de estas luchas a la desesperada.

Confieso que no siempre he comprendido los modos de este conflicto pero no seré yo la que cargue las tintas contra la parte más débil de la cadena. Por qué se dejo de luchar por Naval Gijón es algo que ya ha hecho correr ríos de tinta y no es lo que hoy me lleva a escribir estas líneas. Son ellas, las grúas. Porque me conmueve la imagen fantasmal que hoy me ofrece este astillero que ha formado parte de mi paisaje vital, personal, profesional, durante tantos años.

Contemplo desde mi ventana lo que va quedando de esos gigantes y compruebo que finalmente no será el viento quien los tumbe sino la economía global. Se me encoge el corazón al constatar lo mucho que voy a echar de menos esas grúas.