jueves, 29 de octubre de 2009

La dignidad de Alejandra

No es la primera vez que asisto al dolor de una madre que pierde a su hijo. A ti, querida Alejandra, te ocurrió hace hoy una semana. Hemos acudido, conmocionados, a darte calor en tu desamparo, perdidos todos en la dimensión de una tragedia no razonable. Quizá sientas que ha llegado el tiempo del silencio, pero no estás sola; muchos ojos te miran. Yo te miro. Miro tu dignidad, que me ha dejado muda.

Ignoro de qué misterioso lugar del alma sale, pero es lo que te ha hecho mantenerte erguida, firme, mirando de frente a un abismo profundo, cósmico. En esa dignidad tuya he visto a todas las madres que somos: la madre besos, la madre nana, risas, cuentos, comida rica, mamá me cuida, te quiero de aquí a la Luna y volver y volver, y también la madre herida, loca, arrasada, la madre grito. Todas en una misma mujer, silenciosa y mirando de frente.

Dignidad no es retar, pero tampoco es rendirse; no es entender, pero tampoco es desentenderse; no es aceptar, no es negar, es un respetarse a una misma y respetar lo que se va y respetar la vida misma que continúa.

Creo firmemente que es con esa dignidad con la que se construyen las cosas que nos parecen imposibles: la paz sin perdedores, el perdón sin rencor, el amor verdadero, el dar si calcular el retorno, el círculo en su cuadratura, las aguas que se abren, el futuro. De esa dignidad que yo he visto en ti, mamá Alejandra.

Hago de ella mi Norte; yo que, como la mayoría, ando mirando al suelo en vez de al horizonte, discutiéndole a la vida lo que me da; lo que me quita; lo que le reclamo y mira a otro lado; lo que me reclama y ahora miro yo; lo que sólo me deja mirar desde la barrera; lo que mete en mi casa sin que se lo haya pedido, los goles por la escuadra.

Te juro que si a mí me toca pasar por ese trance tomaré tu ejemplo, segura de que tendré tu mano y otras manos al alcance de la mía. Pero sobre todo te prometo que llevaré esa dignidad a cada paso que doy todos los días, quiero hacerla mía y después replicarla, desparramarla.

Hazte fuerte en ella, mi niña, es tu aliada ahora que toca fajarse y echarse a andar en el sentido más literal de la palabra, poniendo un pie delante del otro, manteniéndose erguida.

No tengo la menor duda de que Alejandro está detrás de esa dignidad tuya y que, por la extraña magia blanca que atesora, le irás encontrando de muy diferentes maneras en tu nuevo camino. Yo, desde luego, siento que él alienta estas torpes palabras que no sabes cuánto me ha costado escribir.

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