jueves, 22 de abril de 2010

El señor Leotárdez

Demostración de que la ignorancia es no saber pero también no entender lo que se sabe.

Año 1973. Mi hermana y yo recibíamos catecismo en la iglesia gijonesa de Fátima, la antigua iglesia que –curioso- tenía entrada justo por la fachada posterior a la actual. La preparación para la comunión consistía básicamente en memorizar oraciones y cánticos.

Entre los cantos había uno pensado para el momento anterior a la comunión. Decía: “ven, ven Señor, no tardes; ven, que te esperamos”. Como memorizábamos las canciones sin el texto escrito, yo cometí un error de bulto; la cantaba así: “ven, ven señor Leotárdez; ven, que te esperamos”.

Yo me preguntaba quién sería aquel señor Leotárdez por cuya venida clamábamos los niños. Barruntaba que era poderoso y severo; eso me intimidaba así que secretamente deseaba que no llegara nunca. A pesar de ello, me tiré el catecismo completo –no digo nada en la ceremonia de la comunión- llamando a todo pulmón al amigo Leotárdez.

No sé cómo nadie se dio cuenta de mi error. Yo tampoco hice preguntas acerca de Leotárdez porque era niña temerosilla y obediente, como todas las de mi generación. Años después, prácticamente en la mayoría de edad, descubrí la verdad de la canción. Para entonces, el señor Leotárdez formaba parte indisoluble de mi infancia.

He contado la anécdota decenas de veces y la he convertido en una especie de fábula para mis alumnos: la ignorancia es no saber pero también no entender lo que se sabe. Estudiar es comprender, la práctica se encarga de consolidar ese conocimiento, pero es imprescindible la comprensión profunda de lo que una se trae entre manos.

El asunto tiene calado. Por ejemplo, estoy convencida de que hay servidores públicos que conocen de vista pero no hacen suya la Constitución; médicos que, tras años de ejercicio, aún no han captado que también las emociones enferman y curan; o jueces que aplican las leyes sin haber interiorizado su sustancia (ay, Garzón, te quieren linchar los dueños de la letra pequeña, una caterva enloquecida por sus frustraciones).

Por lo que a mí respecta, a veces imagino que en una sala de espera alguien llamará al señor Leotárdez o -el colmo- que un día abriré la puerta de casa y me toparé con alguien que me diga: “hola, soy el señor Leotárdez”.

A estas alturas, Leotárdez ya es un buen amigo al que no estoy dispuesta a renunciar, una especie de Pepito Grillo que me recuerda que nada de lo que sé o creo me sirve, si de vez en cuando no le doy un repaso y me aseguro de estar de acuerdo conmigo misma en el sentido que tiene. Fundamental para vivir como se piensa, de lo contrario una acaba pensando como vive… o viviendo sin pensar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario