jueves, 3 de diciembre de 2009

Los dueños de la memoria

Los hijos de Albert Camus han rechazado la propuesta del Gobierno francés de que los restos del escritor se trasladen al Panteón de París donde reposan los de Voltaire o Balzac; creen que contradice su forma de vida y de pensamiento. Y Sarkozy ve que se le chafa el momento estrella del cincuenta aniversario de la muerte del Nobel. A este lado de los Pirineos, los descendientes de Miguel Hernández amenazan con paralizar todo el engranaje conmemorativo del centenario de su nacimiento porque aún pueden hacer caja con los derechos de autor.

Perdón, ¿de quién son patrimonio esos muertos?, ¿de los herederos de su apellido, del Gobierno que se alimenta de las sinergias conmemorativas, o de quienes simplemente les admiran?

Vivimos tiempos de crisis; las faldas se alargan, las hombreras se hinchan, las sombras de ojos se ahúman, y nos entra un enganche a la ilustre memoria colectiva que es para hacérnoslo ver.

En España estamos redactando una proposición no de ley de desagravio moral a los descendientes de los moriscos expulsados hace 400 años. En América se preparan para celebrar los 200 años de emancipación de las colonias y calculan en euros lo que la madre patria le debe a los obstinados infieles de ultramar. Teniendo en cuenta que ahora son la reserva moral de la Iglesia podíamos repercutir una parte de esa deuda a los cepillos dominicales. Y en Gijón estamos a punto de estrenar el mapa virtual de la memoria, el jardín de la memoria y el monumento a la memoria...

Vaya por delante que no pongo en cuestión el fondo del asunto. No me cabe en la cabeza que vivamos en un país capaz de rastrear una sima abisal para recuperar el cuerpo de un pescador mientras aún hay muertos enterrados por las cunetas y nos fumamos un cigarro en el punto kilométrico correspondiente discutiendo si es oportuno dejar que sus descendientes besen sus nobles calaveras y les restituyan la dignidad arrebatada, no vaya a ser que se ofendan otros muertos. Ay, por Dios, cordura.

Lo que me hastía es ese tufillo a apropiamiento, a liderazgo excluyente sobre la memoria. Ese desgaste e ideologización de la palabra. Ese escalar sobre ella, clavarle la bandera en la frente y hacerla patria frente a otros.

¿Necesitamos historias? Ahí va una. Esperábamos que los tripulantes del «Alakrana» nos contaran la suya, pero llegan sobrecogidos por otra y le han puesto el foco. Es la historia hasta ahora invisible del «Ariana», secuestrado hace seis meses, tiempo suficiente para que una mujer dé a luz en él y una niña de doce años viva un infierno sin duda peor que el de la muerte.

Yo quiero que esa historia exista, se destape, que corra como la pólvora, que sonroje, que conmocione, que se termine, que se aprenda de ella, que no se repita, que no se diluya en otras memorias. Lo quiero sin monolitos ni discursos ni ofrendas florales. Porque quiero liberar a esa niña y que nunca más nadie pueda adueñarse de ella.

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