Cambio la «Semana negra» actual por aquella primera que encontró en El Musel la mejor estética imaginable.
En el clásico de Agatha Christie, diez personas aisladas acababan muriendo aunque, a la vez, una de ellas era la asesina. Yo leí de niña aquel libro de mi padre y comprendí que el crimen novelado tenía un poder subyugante -mafia, locura, guerra fría, terrorismo, bandas urbanas, da igual-, al cual no tenía intención alguna de sustraerme. Hasta hoy.
La «Semana negra» gira en torno a esa pasión compartida por tantos, con malsana intención de contagiar a más y más. Es un activo para Gijón, está llamada a formar parte de nuestro acervo cultural y acabará siendo -seguramente lo es ya- una de nuestras señas de identidad.
Pero confieso que hay dos elementos -uno que falta y otro que me sobra- en el actual formato. Ambos tienen relación. El que falta es el espacio idóneo para su celebración. Y no es nostalgia, es convicción: la mejor estética imaginable, la escenografía cómplice de verdad de este invento estuvo y está en El Musel. Sí, ya sé que el sentido común de la atracción de masas la ha llevado a otros entornos pero yo niego esa otra mayor. Me sobran las atracciones y el ruido.
Prefiero una «Semana negra» menos mastodóntica en la que, como al principio, te cruzabas básicamente con personas atraídas por reflexiones compartidas, presencia de autores, leer, comprar, hojear libros... y, de paso, tomarse una copa y dejarse sorprender por música en directo u otras artes escénicas. Hoy me frustra el contraste de las atracciones llenas y las carpas, a veces, semivacías. No sé si es la forma idónea de promocionar el género aunque sin duda sí lo es colocar un hito en el calendario festivo.
Por lo demás, el invento lleva sus dineros; de entrada, más de 90.000 euros del presupuesto festivo gijonés, aunque al parecer le llegarán otras partidas de la administración local y regional. No me impresiona lo que cuesta la cultura. Es siempre rentable porque es, como dice el experto en economía del sector cultural, Lluís Bonet, «poderoso generador del imaginario simbólico colectivo». La cultura nos dice quiénes somos, juntos y por separado. Pero seguramente ese otro enfoque -ya sé, obsoleto e imposible- de la «Semana negra» que añoro, ayudaría a ajustar unos céntimos a las arcas comunes, cosa de agradecer en tiempos de ética y estética del ahorro en la vida pública y privada.
Pero ahí están los próximos diez días negros. Y como son lo que han llegado a ser, me confieso cómplice emocional de la moratoria mantera propuesta por el concejal Jesús Montes Estrada. Me duelen esos manteros atrapados en el juego perverso de la deuda contraída. Bien pensado, todos somos un poco manteros, ¿o no?
jueves, 24 de junio de 2010
jueves, 17 de junio de 2010
Desnortados
Negaron la crisis, niegan la depre, nos niegan el sol y andamos gachos y descreídos.
En los cursos de gestión del tiempo -hay que dedicar tiempo a organizar el tiempo- una aprende a distinguir entre lo urgente y lo importante. Atorados por lo primero, vamos aplazando lo segundo, que suele ser enjundioso y nos da una pereza bestial. Hasta tal punto nos embarga la galbana por lo que importa, que buscamos urgencias aunque no las tengamos mientras el elefante crece y crece hasta aplastarnos.
Zapatero negó la crisis cuando olía a quemado y ahora niega la «depre» cuando todos andamos gachos y descreídos, y a él se le están despegando las cejas de puro insomnio presidencial. Y no digo yo que no anduviera a cosas urgentes pero aplazó lo importante. Y negó la «depre» a Felipe González porque sintió que el presi senior, de la que le tendía la mano, le robaba protagonismo. No reparó en que, cuando González habló, todos -los que le escuchaban en el Congreso y los que andábamos achicando los miedos cotidianos- sentimos que nos pasaban la mano por el lomo dolorido.
Hasta nostalgia me produjo Matilde Fernández, con su pelillo ya cano, a su paso por Gijón. Aquella ministra peleona, hoy senadora, de la que el otro día me paré a leer titulares por si arrojaban algo de luz. Un regreso emocional, el nuestro, al «star system» político de los ochenta y noventa que, por cierto, corre a favor de Francisco Álvarez Cascos y es aviso a navegantes.
Es que andamos desnortados, sin fuelle para huelgas ni para urnas ni para nada. Y como todo va zarapicando, ahora también huérfanos de primavera, que no sabemos si florecer o mudar la hoja, porque nos han negado el sol. Ésta debe ser la ciclogénesis explosiva que nos mandaron hace unos meses y que aún estábamos esperando; ha debido coger la ruta larga para llegar hasta aquí. Es la globalización del efecto invernadero, al que le deben haber hecho un roto en el plástico. Y como todo va mezclado, pues ahora se demuestra, por ejemplo, que el ladrillo se arrimó demasiado a la ribera del Piles y el río está dispuesto a reconquistar sus aledaños, hoy convertidos en garajes.
Desnortada, a falta de Norte, buscaré el Sur. Tengo hasta el siete de julio para presentar mi curriculum a la Agencia Europea del Espacio, que busca voluntarios para pasar un invierno austral -de febrero a noviembre, unos cincuenta grados bajo cero de media- en la Antártida. Hay que ser capaz de estar aislada del mundo y dedicar un tiempecito al día a cosas no urgentes pero importantes. Rutinas, torre de libros, Ipod y a esperar a que escampe. Ya lo dijo Cela, el que resiste, gana.
En los cursos de gestión del tiempo -hay que dedicar tiempo a organizar el tiempo- una aprende a distinguir entre lo urgente y lo importante. Atorados por lo primero, vamos aplazando lo segundo, que suele ser enjundioso y nos da una pereza bestial. Hasta tal punto nos embarga la galbana por lo que importa, que buscamos urgencias aunque no las tengamos mientras el elefante crece y crece hasta aplastarnos.
Zapatero negó la crisis cuando olía a quemado y ahora niega la «depre» cuando todos andamos gachos y descreídos, y a él se le están despegando las cejas de puro insomnio presidencial. Y no digo yo que no anduviera a cosas urgentes pero aplazó lo importante. Y negó la «depre» a Felipe González porque sintió que el presi senior, de la que le tendía la mano, le robaba protagonismo. No reparó en que, cuando González habló, todos -los que le escuchaban en el Congreso y los que andábamos achicando los miedos cotidianos- sentimos que nos pasaban la mano por el lomo dolorido.
Hasta nostalgia me produjo Matilde Fernández, con su pelillo ya cano, a su paso por Gijón. Aquella ministra peleona, hoy senadora, de la que el otro día me paré a leer titulares por si arrojaban algo de luz. Un regreso emocional, el nuestro, al «star system» político de los ochenta y noventa que, por cierto, corre a favor de Francisco Álvarez Cascos y es aviso a navegantes.
Es que andamos desnortados, sin fuelle para huelgas ni para urnas ni para nada. Y como todo va zarapicando, ahora también huérfanos de primavera, que no sabemos si florecer o mudar la hoja, porque nos han negado el sol. Ésta debe ser la ciclogénesis explosiva que nos mandaron hace unos meses y que aún estábamos esperando; ha debido coger la ruta larga para llegar hasta aquí. Es la globalización del efecto invernadero, al que le deben haber hecho un roto en el plástico. Y como todo va mezclado, pues ahora se demuestra, por ejemplo, que el ladrillo se arrimó demasiado a la ribera del Piles y el río está dispuesto a reconquistar sus aledaños, hoy convertidos en garajes.
Desnortada, a falta de Norte, buscaré el Sur. Tengo hasta el siete de julio para presentar mi curriculum a la Agencia Europea del Espacio, que busca voluntarios para pasar un invierno austral -de febrero a noviembre, unos cincuenta grados bajo cero de media- en la Antártida. Hay que ser capaz de estar aislada del mundo y dedicar un tiempecito al día a cosas no urgentes pero importantes. Rutinas, torre de libros, Ipod y a esperar a que escampe. Ya lo dijo Cela, el que resiste, gana.
jueves, 13 de mayo de 2010
Fútbol gay
Subidón y posterior batacazo por la imagen de Ibrahimovic y Piqué.
Andaba yo estos días de subidón porque la foto de Ibrahimovic y Piqué había conseguido que empezara a mirar al fútbol con otros ojos. La imagen, apta para todos los públicos, me atrapó: dos iconos del balompié español en un momento de gran ternura que puede ser perfectamente amorosa.
Aún más me gustó la jugada cuando, comentada con mis retoños futboleros, constaté orgullosa que no le concedían ninguna importancia al asunto de “chico quiere a chico” aunque ambos chicos procedan del ámbito futbolístico, atravesado todavía por lenguajes y actitudes de épica machota de la maricastaña profunda.
Para rematar y como respondiendo a mis reflexiones, Pedro de Silva razonaba recientemente en estas páginas que el fútbol es un “hecho civilizador”. Caramba.
Casi avergonzada de no haberme dado cuenta por mí misma del cambio y, en todo caso, feliz de que Ibrahimovic, Piqué y De Silva me hubieran abierto las meninges a la vanguardia futbolera… contemplo en televisión al sueco espetándole a una periodista “vente con tu hermana a mi casa y verás si soy maricón”. Castañazo.
Vale, machote, queda claro: no quieres que pensemos que eres “maricón”. Y yo espero que no lo seas –homosexual, quiero decir- porque entonces mi desplome moral será aún mayor.
Bien pensado, aún puedo desmoralizarme más, porque seguro que habrá chicas dispuestas a ir –solas o con sus hermanas- a reírle las gracias a este muchacho, cuando lo suyo es ponerle la proa a ver si por la vía del boicot sexual comprende que no hace falta insultar para hacer una aclaración; es más, nadie está obligado a hacer aclaraciones sobre su vida íntima.
Es curioso cómo estos profesionales se someten con disciplina japonesa a las exigencias de sus respectivas empresas –el Real Madrid, por ejemplo, es la marca española más reputada internacionalmente, reconoce el ICEX-, van niquelados a todas partes, aceptan autógrafos y flashes sin un mal gesto, alinean su discurso y participan en interminables giras de promoción.
Sin embargo, nadie les ha debido decir que los tiempos cambian y que también incrementa la reputación de marca ser sensible y respetuoso con la diversidad que puede darse en el vestuario propio o en el ajeno.
Pues nada, volvamos a los neardentales futboleros antes de que se cruzasen con los sapiens. Y soñemos con que Manolo Preciado o Pep Guardiola, hoy paradigmas del liderazgo deportivo, algún día, en algún lugar, con cualquier pretexto, tengan un gesto hacia la diversidad sexual.
Sería estupendo para los homo, los hetero, ellos, ellas, grandes, niños, aficionados, hostiles…
Ah, se me olvidaba, también le harían un inmenso favor al fútbol.
Andaba yo estos días de subidón porque la foto de Ibrahimovic y Piqué había conseguido que empezara a mirar al fútbol con otros ojos. La imagen, apta para todos los públicos, me atrapó: dos iconos del balompié español en un momento de gran ternura que puede ser perfectamente amorosa.
Aún más me gustó la jugada cuando, comentada con mis retoños futboleros, constaté orgullosa que no le concedían ninguna importancia al asunto de “chico quiere a chico” aunque ambos chicos procedan del ámbito futbolístico, atravesado todavía por lenguajes y actitudes de épica machota de la maricastaña profunda.
Para rematar y como respondiendo a mis reflexiones, Pedro de Silva razonaba recientemente en estas páginas que el fútbol es un “hecho civilizador”. Caramba.
Casi avergonzada de no haberme dado cuenta por mí misma del cambio y, en todo caso, feliz de que Ibrahimovic, Piqué y De Silva me hubieran abierto las meninges a la vanguardia futbolera… contemplo en televisión al sueco espetándole a una periodista “vente con tu hermana a mi casa y verás si soy maricón”. Castañazo.
Vale, machote, queda claro: no quieres que pensemos que eres “maricón”. Y yo espero que no lo seas –homosexual, quiero decir- porque entonces mi desplome moral será aún mayor.
Bien pensado, aún puedo desmoralizarme más, porque seguro que habrá chicas dispuestas a ir –solas o con sus hermanas- a reírle las gracias a este muchacho, cuando lo suyo es ponerle la proa a ver si por la vía del boicot sexual comprende que no hace falta insultar para hacer una aclaración; es más, nadie está obligado a hacer aclaraciones sobre su vida íntima.
Es curioso cómo estos profesionales se someten con disciplina japonesa a las exigencias de sus respectivas empresas –el Real Madrid, por ejemplo, es la marca española más reputada internacionalmente, reconoce el ICEX-, van niquelados a todas partes, aceptan autógrafos y flashes sin un mal gesto, alinean su discurso y participan en interminables giras de promoción.
Sin embargo, nadie les ha debido decir que los tiempos cambian y que también incrementa la reputación de marca ser sensible y respetuoso con la diversidad que puede darse en el vestuario propio o en el ajeno.
Pues nada, volvamos a los neardentales futboleros antes de que se cruzasen con los sapiens. Y soñemos con que Manolo Preciado o Pep Guardiola, hoy paradigmas del liderazgo deportivo, algún día, en algún lugar, con cualquier pretexto, tengan un gesto hacia la diversidad sexual.
Sería estupendo para los homo, los hetero, ellos, ellas, grandes, niños, aficionados, hostiles…
Ah, se me olvidaba, también le harían un inmenso favor al fútbol.
jueves, 6 de mayo de 2010
Exilios
El catálogo de exilios es tan amplio como el destrozo de separarnos de lo que amamos y nos identifica.
“Me siento como una balsa en medio del océano porque el exilio me ha arrebatado mi identidad; en España soy argentino, en Argentina me dicen ‘gallego’”. Escuché estas palabras recientemente, en boca del realizador hispanoargentino Agustín Furnari Alonso de Armiño, cuando presentaba en Langreo el documental “Mi padre es un desaparecido”.
Cuenta el regreso de la esposa e hijo de Ceferino Fernández Álvarez –uno de los más de cuarenta asturianos desaparecidos en la dictadura argentina- a Muñalén (Tineo), su pueblo natal.
Si Ceferino hubiera conseguido escaparse de las garras de sus verdugos, habría emprendido su segundo exilio. El primero fue económico; el regreso, de haberse materializado, sería político.
Días después asistí en el Ateneo Obrero de Gijón a la presentación de “Ninguna tierra es la nuestra”, una recopilación de poemas de diversos autores cuyo nexo es el intento de describir -para aliviar- el tormento del exilio. Palabras sangrantes, lastimosas, reivindicativas, tiernas a veces en medio del dolor. Hielan el alma. Ha sido elaborada por el grupo pedagógico Eleuterio Quintanilla como propuesta didáctica para trabajar con alumnos de primaria y secundaria.
La presentación finalizó con un recuerdo muy emocionado de José Ángel Álvarez Cienfuegos, integrante del grupo y recientemente fallecido. La muerte podría parecer el exilio completo pero quizás sea al revés; tu identidad adquiere forma definitiva. En el caso de Álvarez Cienfuegos, no me quedó la menor duda: le han querido mucho. Si algún día estuvo exiliado, ha regresado.
Por supuesto que es necesario llevar a las aulas los sentimientos que lanza al aire el volcán del exilio. En esa nube paralizante nos reconocemos todos aunque “no nos hayamos ido a ninguna parte” porque el catálogo de exilios es tan amplio como las diversas formas que adopta el destrozo de separarnos de lo que amamos y nos identifica. Todos lo hacemos varias veces a lo largo de nuestra vida.
Exilio político, económico, familiar, laboral, afectivo… Cuando ocurre, nos quedamos sin asideros y –paradoja- hemos de recurrir a nosotros mismos para seguir caminando, cuando nosotros mismos hemos sido parcialmente borrados por nuestra huida forzosa. Somos una sombra sin figura.
De manera que no sólo se trata de ponerse las gafas de sentir como sienten los inmigrantes, también cómo sintieron nuestros padres y abuelos, como lo harán nuestros hijos, amigos…y finalmente nosotros mismos. Comprender para comprendernos.
Dice Javier Marías que “poca gente se empecina en seguir defendiendo a los derrotados y a los muertos”. Quizás esos pocos son lo que están realmente empecinados en entenderse a sí mismos para luego explicarse el mundo.
“Me siento como una balsa en medio del océano porque el exilio me ha arrebatado mi identidad; en España soy argentino, en Argentina me dicen ‘gallego’”. Escuché estas palabras recientemente, en boca del realizador hispanoargentino Agustín Furnari Alonso de Armiño, cuando presentaba en Langreo el documental “Mi padre es un desaparecido”.
Cuenta el regreso de la esposa e hijo de Ceferino Fernández Álvarez –uno de los más de cuarenta asturianos desaparecidos en la dictadura argentina- a Muñalén (Tineo), su pueblo natal.
Si Ceferino hubiera conseguido escaparse de las garras de sus verdugos, habría emprendido su segundo exilio. El primero fue económico; el regreso, de haberse materializado, sería político.
Días después asistí en el Ateneo Obrero de Gijón a la presentación de “Ninguna tierra es la nuestra”, una recopilación de poemas de diversos autores cuyo nexo es el intento de describir -para aliviar- el tormento del exilio. Palabras sangrantes, lastimosas, reivindicativas, tiernas a veces en medio del dolor. Hielan el alma. Ha sido elaborada por el grupo pedagógico Eleuterio Quintanilla como propuesta didáctica para trabajar con alumnos de primaria y secundaria.
La presentación finalizó con un recuerdo muy emocionado de José Ángel Álvarez Cienfuegos, integrante del grupo y recientemente fallecido. La muerte podría parecer el exilio completo pero quizás sea al revés; tu identidad adquiere forma definitiva. En el caso de Álvarez Cienfuegos, no me quedó la menor duda: le han querido mucho. Si algún día estuvo exiliado, ha regresado.
Por supuesto que es necesario llevar a las aulas los sentimientos que lanza al aire el volcán del exilio. En esa nube paralizante nos reconocemos todos aunque “no nos hayamos ido a ninguna parte” porque el catálogo de exilios es tan amplio como las diversas formas que adopta el destrozo de separarnos de lo que amamos y nos identifica. Todos lo hacemos varias veces a lo largo de nuestra vida.
Exilio político, económico, familiar, laboral, afectivo… Cuando ocurre, nos quedamos sin asideros y –paradoja- hemos de recurrir a nosotros mismos para seguir caminando, cuando nosotros mismos hemos sido parcialmente borrados por nuestra huida forzosa. Somos una sombra sin figura.
De manera que no sólo se trata de ponerse las gafas de sentir como sienten los inmigrantes, también cómo sintieron nuestros padres y abuelos, como lo harán nuestros hijos, amigos…y finalmente nosotros mismos. Comprender para comprendernos.
Dice Javier Marías que “poca gente se empecina en seguir defendiendo a los derrotados y a los muertos”. Quizás esos pocos son lo que están realmente empecinados en entenderse a sí mismos para luego explicarse el mundo.
jueves, 29 de abril de 2010
Melancolía cilúrniga
El súbito descubrimiento de miles de piezas abandonadas en la Campa Torres no es azar sino necesidad.
Volvamos un momento al Gijón pre Campa Torres, a la ciudad que éramos antes, por ejemplo, de la recuperación del litoral, el Elogio del Horizonte, el concierto de Tina Turner o el 0,7 solidario.
Aquellos fueron hitos en la definición de la nueva urbe. Hubo muchos más, claro, pero estos pocos me gustan por su calado, capacidad de arrastre o peso simbólico; empujaron para que Gijón sea esa ciudad poliédrica que nos tiene enganchados.
De Gijón se pusieron las tripas al aire para interpretarlas, desde la Campa Torres hasta Veranes pasando por el cerro de Santa Catalina. Se completó así el recorrido de los fundadores de la ciudad: los cilúrnigos habilidosos de Noega, los romanos astutos de Gigia.
De aquellos hallazgos vienen estos museos, no sin algún disgustillo en forma de cacerolada contra, por ejemplo, la apertura al público de las Termas Romanas. Más de una lágrima derramó entonces la arqueóloga Carmen Fernández Ochoa. Hoy todo es paz y candor en el entorno de San Pedro.
Conocí por entonces a Francisco Cuesta, arqueólogo codirector, junto a José Luis Maya, de las excavaciones de la Campa Torres y hoy accidentado director del Museo Etnográfico de Grandas de Salime. Le hice muchas entrevistas; era profesional comunicativo, didáctico, entusiasta. Guardo de él una excelente impresión.
Sustituye en el cargo a Pepe El Ferreiro, al que le han pasado la apisonadora para quitarle las arrugas de la chaqueta de pana. Me quiere sonar esa vieja treta de “lo que te hemos dejado hacer hasta ahora, de repente, es un atentado contra los pilares de la gestión cultural”. En fin, creo que Francisco Cuesta nunca debió aceptar el caramelo envenenado de Grandas de Salime.
Como tampoco creo en las casualidades, así que estoy plenamente convencida de que el súbito descubrimiento de miles de piezas de valor arqueológico abandonadas en la Campa Torres, no es puro azar sino necesidad. Parece como si la irregularidad hubiera dormido el sueño de los justos hasta que hizo falta rescatarla del olvido e instrumentalizarla contra quien estorba.
Me pregunto por qué esas piezas salieron del circuito de la ortodoxia arqueológica y, en vez de tirar hacia la gloria del patrimonio común, se pudrieron por lustros en un hoyo. Hay que aclarar qué paso, quiénes son los responsables por acción u omisión, y también quiénes los que, sabiendo, callaron y ahora plañen la negligencia.
Vamos a demostrar que hemos heredado el sentido común de nuestros antepasados. Sin duda lo tenían. Otra opción es volver a la Campa Torres, rascar frío y comer bellotas, y comenzar la historia desde el principio.
Volvamos un momento al Gijón pre Campa Torres, a la ciudad que éramos antes, por ejemplo, de la recuperación del litoral, el Elogio del Horizonte, el concierto de Tina Turner o el 0,7 solidario.
Aquellos fueron hitos en la definición de la nueva urbe. Hubo muchos más, claro, pero estos pocos me gustan por su calado, capacidad de arrastre o peso simbólico; empujaron para que Gijón sea esa ciudad poliédrica que nos tiene enganchados.
De Gijón se pusieron las tripas al aire para interpretarlas, desde la Campa Torres hasta Veranes pasando por el cerro de Santa Catalina. Se completó así el recorrido de los fundadores de la ciudad: los cilúrnigos habilidosos de Noega, los romanos astutos de Gigia.
De aquellos hallazgos vienen estos museos, no sin algún disgustillo en forma de cacerolada contra, por ejemplo, la apertura al público de las Termas Romanas. Más de una lágrima derramó entonces la arqueóloga Carmen Fernández Ochoa. Hoy todo es paz y candor en el entorno de San Pedro.
Conocí por entonces a Francisco Cuesta, arqueólogo codirector, junto a José Luis Maya, de las excavaciones de la Campa Torres y hoy accidentado director del Museo Etnográfico de Grandas de Salime. Le hice muchas entrevistas; era profesional comunicativo, didáctico, entusiasta. Guardo de él una excelente impresión.
Sustituye en el cargo a Pepe El Ferreiro, al que le han pasado la apisonadora para quitarle las arrugas de la chaqueta de pana. Me quiere sonar esa vieja treta de “lo que te hemos dejado hacer hasta ahora, de repente, es un atentado contra los pilares de la gestión cultural”. En fin, creo que Francisco Cuesta nunca debió aceptar el caramelo envenenado de Grandas de Salime.
Como tampoco creo en las casualidades, así que estoy plenamente convencida de que el súbito descubrimiento de miles de piezas de valor arqueológico abandonadas en la Campa Torres, no es puro azar sino necesidad. Parece como si la irregularidad hubiera dormido el sueño de los justos hasta que hizo falta rescatarla del olvido e instrumentalizarla contra quien estorba.
Me pregunto por qué esas piezas salieron del circuito de la ortodoxia arqueológica y, en vez de tirar hacia la gloria del patrimonio común, se pudrieron por lustros en un hoyo. Hay que aclarar qué paso, quiénes son los responsables por acción u omisión, y también quiénes los que, sabiendo, callaron y ahora plañen la negligencia.
Vamos a demostrar que hemos heredado el sentido común de nuestros antepasados. Sin duda lo tenían. Otra opción es volver a la Campa Torres, rascar frío y comer bellotas, y comenzar la historia desde el principio.
jueves, 22 de abril de 2010
El señor Leotárdez
Demostración de que la ignorancia es no saber pero también no entender lo que se sabe.
Año 1973. Mi hermana y yo recibíamos catecismo en la iglesia gijonesa de Fátima, la antigua iglesia que –curioso- tenía entrada justo por la fachada posterior a la actual. La preparación para la comunión consistía básicamente en memorizar oraciones y cánticos.
Entre los cantos había uno pensado para el momento anterior a la comunión. Decía: “ven, ven Señor, no tardes; ven, que te esperamos”. Como memorizábamos las canciones sin el texto escrito, yo cometí un error de bulto; la cantaba así: “ven, ven señor Leotárdez; ven, que te esperamos”.
Yo me preguntaba quién sería aquel señor Leotárdez por cuya venida clamábamos los niños. Barruntaba que era poderoso y severo; eso me intimidaba así que secretamente deseaba que no llegara nunca. A pesar de ello, me tiré el catecismo completo –no digo nada en la ceremonia de la comunión- llamando a todo pulmón al amigo Leotárdez.
No sé cómo nadie se dio cuenta de mi error. Yo tampoco hice preguntas acerca de Leotárdez porque era niña temerosilla y obediente, como todas las de mi generación. Años después, prácticamente en la mayoría de edad, descubrí la verdad de la canción. Para entonces, el señor Leotárdez formaba parte indisoluble de mi infancia.
He contado la anécdota decenas de veces y la he convertido en una especie de fábula para mis alumnos: la ignorancia es no saber pero también no entender lo que se sabe. Estudiar es comprender, la práctica se encarga de consolidar ese conocimiento, pero es imprescindible la comprensión profunda de lo que una se trae entre manos.
El asunto tiene calado. Por ejemplo, estoy convencida de que hay servidores públicos que conocen de vista pero no hacen suya la Constitución; médicos que, tras años de ejercicio, aún no han captado que también las emociones enferman y curan; o jueces que aplican las leyes sin haber interiorizado su sustancia (ay, Garzón, te quieren linchar los dueños de la letra pequeña, una caterva enloquecida por sus frustraciones).
Por lo que a mí respecta, a veces imagino que en una sala de espera alguien llamará al señor Leotárdez o -el colmo- que un día abriré la puerta de casa y me toparé con alguien que me diga: “hola, soy el señor Leotárdez”.
A estas alturas, Leotárdez ya es un buen amigo al que no estoy dispuesta a renunciar, una especie de Pepito Grillo que me recuerda que nada de lo que sé o creo me sirve, si de vez en cuando no le doy un repaso y me aseguro de estar de acuerdo conmigo misma en el sentido que tiene. Fundamental para vivir como se piensa, de lo contrario una acaba pensando como vive… o viviendo sin pensar.
Año 1973. Mi hermana y yo recibíamos catecismo en la iglesia gijonesa de Fátima, la antigua iglesia que –curioso- tenía entrada justo por la fachada posterior a la actual. La preparación para la comunión consistía básicamente en memorizar oraciones y cánticos.
Entre los cantos había uno pensado para el momento anterior a la comunión. Decía: “ven, ven Señor, no tardes; ven, que te esperamos”. Como memorizábamos las canciones sin el texto escrito, yo cometí un error de bulto; la cantaba así: “ven, ven señor Leotárdez; ven, que te esperamos”.
Yo me preguntaba quién sería aquel señor Leotárdez por cuya venida clamábamos los niños. Barruntaba que era poderoso y severo; eso me intimidaba así que secretamente deseaba que no llegara nunca. A pesar de ello, me tiré el catecismo completo –no digo nada en la ceremonia de la comunión- llamando a todo pulmón al amigo Leotárdez.
No sé cómo nadie se dio cuenta de mi error. Yo tampoco hice preguntas acerca de Leotárdez porque era niña temerosilla y obediente, como todas las de mi generación. Años después, prácticamente en la mayoría de edad, descubrí la verdad de la canción. Para entonces, el señor Leotárdez formaba parte indisoluble de mi infancia.
He contado la anécdota decenas de veces y la he convertido en una especie de fábula para mis alumnos: la ignorancia es no saber pero también no entender lo que se sabe. Estudiar es comprender, la práctica se encarga de consolidar ese conocimiento, pero es imprescindible la comprensión profunda de lo que una se trae entre manos.
El asunto tiene calado. Por ejemplo, estoy convencida de que hay servidores públicos que conocen de vista pero no hacen suya la Constitución; médicos que, tras años de ejercicio, aún no han captado que también las emociones enferman y curan; o jueces que aplican las leyes sin haber interiorizado su sustancia (ay, Garzón, te quieren linchar los dueños de la letra pequeña, una caterva enloquecida por sus frustraciones).
Por lo que a mí respecta, a veces imagino que en una sala de espera alguien llamará al señor Leotárdez o -el colmo- que un día abriré la puerta de casa y me toparé con alguien que me diga: “hola, soy el señor Leotárdez”.
A estas alturas, Leotárdez ya es un buen amigo al que no estoy dispuesta a renunciar, una especie de Pepito Grillo que me recuerda que nada de lo que sé o creo me sirve, si de vez en cuando no le doy un repaso y me aseguro de estar de acuerdo conmigo misma en el sentido que tiene. Fundamental para vivir como se piensa, de lo contrario una acaba pensando como vive… o viviendo sin pensar.
jueves, 15 de abril de 2010
Sobrecostes intachables
Hacemos una contratación pública a la española, con sobrecostes legales que nos afean en Europa.
Jaume Matas tiene razón. La ley española de contratos del sector público permite que un proyecto presupuestado y adjudicado inicialmente en un precio acabe costando más, incluso mucho más. Lo dijo en la famosa entrevista a la IB3, televisión autonómica balear, acerca del Palma Arena. Claro que, en el caso de Matas, si el sobrecoste fue legítimo, sería un borrón de legalidad en su trayectoria, vista la dimensión de la trama en la que andaba metido. Y no echo más sal en la herida de otros porque la contemplación del presidente autonómico en semejante trance ha de ser tan deprimente que debe quedar congelada la mano votadora por lustros. A lo mío.
Los asturianos tenemos dos sobrecostes curiosinos: El Musel y el Hospital Central de Asturias. En el caso del puerto gijonés, la fiscalía ha dicho que no ve indicio de delito, que esos 216 millones de euros de más -un 43 por ciento de lo inicial- están justificados por la dificultad técnica del proyecto y convenientemente explicados ante las autoridades responsables. Eso sí, la Autoridad Portuaria se ha endeudado hasta la peineta para poder pagar el desfase.
En el caso del Hospital, aún no conocemos la cifra definitiva del sobrecoste. Hubo uno inicial de 54 millones sobre los 205 de partida, pero está por determinar el segundo. Tampoco aquí se ha detectado intención de sisar. Es decir, son sobrecostes por el libro, intachables en su ejecución, desfases «comme il faut» que diría Sarkozy gesticulando sobre sus alzas con la cada vez más lánguida Bruni a su vera.
Pues precisamente por eso la Comisión Europea ha denunciado a España ante el Tribunal Europeo de Justicia, porque hemos convertido en legal una forma de hacer que chirría y que pone en peligro las salvaguardas necesarias contra la corrupción. A saber: sacamos a concurso obras mastodónticas, atornillamos a las empresas en las condiciones económicas, luego modificamos los contratos aflojando la saca y dejamos a las demás empresas mirando para Valladolid. Los constructores también se han quejado; dicen que se sienten indefensos. Es que al final hemos creado tendencia, hemos innovado en nuestra mismidad contratadora: «¿Piden llave en mano? Sí, pero a la española. Ah, acabáramos».
El trasfondo del asunto es más simple. Esto lo pagamos todos, con ese dinero público que ya escasea pero que tanto necesitamos para subsidiar a las familias que se derrumban, dar trabajo con obra pública, hacer políticas que muevan la economía. Con ése. Así que yo no me pregunto si mis próceres me han sisado -creo y quiero creer que no-, les exijo que sean gestores eficientes, como si el dinero que es de todos fuera suyo.
Jaume Matas tiene razón. La ley española de contratos del sector público permite que un proyecto presupuestado y adjudicado inicialmente en un precio acabe costando más, incluso mucho más. Lo dijo en la famosa entrevista a la IB3, televisión autonómica balear, acerca del Palma Arena. Claro que, en el caso de Matas, si el sobrecoste fue legítimo, sería un borrón de legalidad en su trayectoria, vista la dimensión de la trama en la que andaba metido. Y no echo más sal en la herida de otros porque la contemplación del presidente autonómico en semejante trance ha de ser tan deprimente que debe quedar congelada la mano votadora por lustros. A lo mío.
Los asturianos tenemos dos sobrecostes curiosinos: El Musel y el Hospital Central de Asturias. En el caso del puerto gijonés, la fiscalía ha dicho que no ve indicio de delito, que esos 216 millones de euros de más -un 43 por ciento de lo inicial- están justificados por la dificultad técnica del proyecto y convenientemente explicados ante las autoridades responsables. Eso sí, la Autoridad Portuaria se ha endeudado hasta la peineta para poder pagar el desfase.
En el caso del Hospital, aún no conocemos la cifra definitiva del sobrecoste. Hubo uno inicial de 54 millones sobre los 205 de partida, pero está por determinar el segundo. Tampoco aquí se ha detectado intención de sisar. Es decir, son sobrecostes por el libro, intachables en su ejecución, desfases «comme il faut» que diría Sarkozy gesticulando sobre sus alzas con la cada vez más lánguida Bruni a su vera.
Pues precisamente por eso la Comisión Europea ha denunciado a España ante el Tribunal Europeo de Justicia, porque hemos convertido en legal una forma de hacer que chirría y que pone en peligro las salvaguardas necesarias contra la corrupción. A saber: sacamos a concurso obras mastodónticas, atornillamos a las empresas en las condiciones económicas, luego modificamos los contratos aflojando la saca y dejamos a las demás empresas mirando para Valladolid. Los constructores también se han quejado; dicen que se sienten indefensos. Es que al final hemos creado tendencia, hemos innovado en nuestra mismidad contratadora: «¿Piden llave en mano? Sí, pero a la española. Ah, acabáramos».
El trasfondo del asunto es más simple. Esto lo pagamos todos, con ese dinero público que ya escasea pero que tanto necesitamos para subsidiar a las familias que se derrumban, dar trabajo con obra pública, hacer políticas que muevan la economía. Con ése. Así que yo no me pregunto si mis próceres me han sisado -creo y quiero creer que no-, les exijo que sean gestores eficientes, como si el dinero que es de todos fuera suyo.
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